sábado, 19 de octubre de 2013

CON FIRMA. "Es ideología, no es economía", por Pablo Martínez Segura

Pablo Martínez Segura.
La pretensión del Gobierno de la Comunidad de Madrid de privatizar la gestión de seis de los hospitales que se habían inaugurado en la etapa de Esperanza Aguirre, no responde a ninguna necesidad de ahorro. El consejero de Sanidad, Javier Fernández Lasquetty, a pesar de sostener ese argumento y decir que estaba basado en estudios contrastados, jamás ha sido capaz de presentarlos. La razón es simple, no existen. El leitmotiv de la privatización de hospitales esta en la propia esencia de los objetivos políticos del Partido Popular (PP) en todos los ámbitos, adelgazar las estructuras del Estado a base de privatizar servicios y someterlos a las reglas del mercado.







A su vez, este planteamiento del PP en España lejos de constituir ninguna originalidad, es una simple expresión local del neoconservadurismo y del neoliberalismo que tras la caída del muro de Berlín se han instalado como ideología dominante en todo el mundo, aun en regímenes que nominalmente todavía se autodefinen como comunistas aunque no lo sean, como es el caso de China.

Desde el final de la Segunda Guerra Mundial en Europa occidental se desarrollaron fórmulas de equilibrio social que neutralizaran el hipotético mal ejemplo que para las clases trabajadoras podían constituir la Unión Soviética y los países de Europa oriental de su área de influencia. De hecho, esos esfuerzos para superar las desigualdades sociales en los países occidentales se basaron en una redistribución fiscal que permitió el acceso universal a la educación, la sanidad, los servicios sociales y las pensiones y se denominó Estado de Bienestar. En el terreno estrictamente político la contraposición entre los países occidentales capitalistas y los socialistas agrupados con la Unión Soviética degeneró en la llamada Guerra Fría, una carrera armamentística de alto riego que terminó por agotar económicamente a los segundos.

La situación económica de la postguerra mundial no era mejor que la derivada de la actual crisis, pero dentro de la órbita capitalista tanto gobiernos socialdemócratas como conservadores aplicaron las conocidas como recetas keynesianas. John Maynard Keynes (1883-1946) fue un economista británico, cuyas teorías influyeron decisivamente en la macroeconómia de la segunda mitad de siglo XX. En su obra “Teoría general del empleo, el interés y el dinero” (1936), aboga por políticas económicas activas de los gobiernos para estimular la demanda cuando el desempleo es elevado. Es decir, sostiene que los estados deben invertir en obras y empleo público para activar la economía aunque ello genere déficit público. Durante varias décadas las teorías keynesinas funcionaron aceptablemente, pero en la década de los años 80 del siglo pasado, tras una inflación desatada por la crisis del petróleo y el aumento de demandantes de servicios sociales por el envejecimiento en la pirámide de población las hicieron tambalearse.

Dos gobernantes: Ronald Reagan (1911-2004) en los Estados Unidos de donde fue presidente entre 1981 y 1989 y, Margaret Thatcher (1925-2013) en el Reino Unido de donde fue primera ministra entre 1979 y 1990, fueron los firmes impulsores de una política neoconservadora y neoliberal que se opuso frontalmente a los avances de los derechos sociales de Estados Unidos o el Estado de Bienestar en Europa. Su referente ideológico fue el economista austriaco Friedrich Hayek (1899-1992) que constituye el polo opuesto de Keynes.

Hayek se opone a cualquier intervención del estado en la economía. En “Camino de servidumbre”, publicado en 1944, se encuentra su línea argumental. Según explica lo que llevó a la gran crisis vivida en Europa en los años treinta fue el exceso de liquidez de los bancos centrales, ya que provocó un sobreendeudamiento de la sociedad y por ende se dio una burbuja especulativa. Sus consejos son los que se están aplicando hoy en día en Bruselas; reducir al máximo el gasto público hasta que la economía se sanee para mejorar a su vez la confianza de los agentes económicos, lo que se debería traducir en una mayor inversión por parte del sector privado.

El declive de los regímenes socialistas en los años 80 del siglo pasado, culminado con la caída del Muro de Berlín en 1989 y la disgregación en quince repúblicas de la Unión Soviética entre 1990 y 1991, fue interpretado por los neoconservadores y neoliberales del mundo como su éxito absoluto. Francis Fukuyama, politólogo neoconservador estadounidense de origen japones, escribió en 1992 el libro “El fin de la historia”, en el que defiende la teoría de que la historia humana como lucha entre ideologías ha concluido, ha dado inicio a un mundo basado en la política y economía de libre mercado que se ha impuesto a lo que el autor denomina utopías tras el fin de la Guerra Fría.
La caída de los regímenes socialistas y el fin de la Guerra Fría han tenido para neoconservadores y neoliberales una consecuencia añadida. El Estado de Bienestar ya no resulta necesario, no hace falta contrarrestar ejemplos de redistribución social que no funcionaron y que además ya no existen. Tal y como señala Susan George, analista política estadounidense nacionalizada francesa y vicepresidenta de la asociación cívica internacional ATTAC, “la filosofía de Hayek es pertinente a lo que llamamos globalización neoliberal. Instituciones internacionales como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, que trabajan codo con codo con el Departamento del Tesoro estadounidense, llevan décadas ocupados en aplicar políticas de privatización, favorables al mercado y debilitadoras del Estado en todo el mundo”.

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Neoliberales y neoconservadores, sin embargo, pocas veces van de frente y exponen en los procesos electorales sus intenciones, dado que para la ciudadanía no puede resultar atractivo que cercenen derechos básicos a la educación, la sanidad, los servicios sociales o las pensiones. El PP en España tampoco lo hizo. Resulta proverbial la portada del diario ABC del 5 de noviembre de 2011, en plena campaña electoral de la actual legislatura. En ella se reflejan unas declaraciones del candidato a presidente Mariano Rajoy en las que dice: “Meteré la tijera a todo, menos a pensiones, sanidad y educación”. Una mayoría, después resultó que absoluta, de ingenuos votantes del PP pudieron interpretar esas palabras como un compromiso de -meteré la mano a todo lo superfluo menos a los servicios básicos que quedarán como están-. Para no cumplir la palabra dada el argumento es echar la culpa a la herencia recibida, negar la ideología que mantiene sus planteamientos, y decir que desde el punto de vista económico no existe otra alternativa. Pero ese argumento no se sostiene. Siempre hay más de una alternativa y un gobernante debe escoger la menos lesiva para la ciudadanía. Se pueden pedir a la Unión Europea una intervención de 60.000 millones de euros para rescatar a los banco en dificultades y dejar que esos bancos practiquen 500 desahucios diarios que significa dejar a familias en la calle; o se podría haber pedido un rescate de 60.000 millones de euros para apoyar con créditos oficiales blandos a las familias en apuros a pagar sus hipotecas lo que, a su vez, habría salvado a la banca pero en más tiempo.

El caso de la privatización de hospitales en la Comunidad de Madrid se encuentra en la misma órbita. El programa electoral con el que se presentó el PP en la Comunidad de Madrid, nada decía de privatizar hospitales. Ideológicamente es una opción que satisface sus aspiraciones de adelgazar las estructuras del Estado, bajar los impuestos (la redistribución de la riqueza es contraria al principio liberal de que “cada palo que aguante su vela”), y fomentar el libre mercado; pero no son capaces de presentarlo así para recibir el veredicto de las urnas.

El camino recorrido ha sido el contrario, primero se ha dotado de hospitales de gestión pública a una serie de localidades que demandaban el servicio (y se ha atraído hacia los mismos a profesionales sanitarios que se han desplazado a ellos para trabajar), después se ha recurrido al mantra de la crisis económica y la necesidad de ahorrar, con el argumento de que la gestión privada es más barata. Se ha demostrado que si no existe trampa en la facturación intercentros eso no es así, y que si se cuenta con la participación de los profesionales hay mayor margen de ahorro que privatizando la gestión. El Gobierno de la Comunidad de Madrid no cede, pero si la economía no es la verdadera razón, por las cifras de ahorro con gestión pública que se han puesto encima de la mesa, su única justificación es la ideológica. Opción que en un marco democrático podría ser legítima si hubiera habido juego limpio, se hubieran presentado con ella a las elecciones autonómicas, y hubiera sido ratificada por los ciudadanos. Pero eso es ficción, puesto que la privatización no se ha plantado jamás de esa manera.

Pablo Martínez Segura
Periodista e historiador
Director periodista de la RMM